El ritual se repite cada año. La cita el 23 de septiembre, cuando en nombre de los escritores, músicos, artistas, las entidades que los representan acuden a la Recoleta para agradecer y reconocer la ley que desde hace ya casi un siglo protege el derecho a la propiedad intelectual de los autores, la llamada Ley Noble, mi padre.
En cada uno de los homenajes, en los rostros que reconozco y en los que se agregan, recuerdo a los que permanecen en las fotografías, Horacio Ferrer, María Elena Walsh, Atilio Stampone, Eduardo Falú, los grandes autores de nuestro país que acudían y acuden a esa cita anual desde que mi padre falleció en 1969.
En las fotografías familiares, veo a mi abuela María Larrosa de Noble, junto a su hijo menor, rodeados por los artistas que se llegaron hasta su casa para entregarle el diploma de agradecimiento de los artistas por la ley, en las que veo las firmas de Carlos Gardel, Homero Manzi, Discépolo y Francisco Canaro. Puedo imaginar que no se preguntaban sobre las filiaciones partidarias ni por la ideología. Eran artistas agradecidos porque se amparaban sus derechos y el Estado sancionaría “la piratería”.
Los méritos de la ley 11.723 se defienden solos, por la vigencia y la permanencia de noventa años, desde su sanción. Sirve conocer su tramitación, a través de la Comisión Parlamentaria, como ejemplo de practica legislativa, integrada por senadores de diferentes partidos.
La ley se aprobó por unanimidad y no faltaron las objeciones y el intercambio de pareceres. Se consultaron a los gremios y a las instituciones culturales, se analizaron los antecedentes de Europa y Estados Unidos lo que puso a nuestro país en el debate que se daba en el mundo sobre el derecho de autor.
Alcanza con ir a los debates para constatar la riqueza de los argumentos, sin descalificaciones personales y el lugar preponderante otorgado a la cultura en todas las instituciones creadas por la ley, ese bien universal que es el derecho al saber y la belleza artística, un bien plural.
La ley creó también instituciones señeras, la Comisión Nacional de Cultura, el Fondo Nacional de las Artes, los Premios Nacionales, las becas de promoción a la producción artística y científica nacional y extranjera y el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual para darle al Estado mayor control sobre la piratería intelectual.
En tiempos de desesperanza, al evocar a mi padre, Roberto Noble, vuelvo sobre el discurso del día en el que inauguró el edificio y las rotativas de la calle Piedras, sede actual de este diario. “Los males de la democracia se curan con más democracia”. Corría 1960. Pocos años después, a su muerte temprana, el presidente Arturo Frondizi lo despidió: “El país pierde a uno de sus más preciados conductores. Quienes vivían al amparo de su inagotable ternura lo lloran como a un padre universal, caudaloso, inextinguible. Su muerte es una tragedia nacional”.
La ternura que me legó trasunta las fotografías que conservo cuando a los ocho años visité su despacho del diario Clarín. Con la secuencia de las fotografías, con epígrafes impresos, me fue enseñando el extraordinario proceso de hacer un diario en el tiempo de las linotipos. Releo la dedicatoria: “Espero que siempre te animen los mismos ideales de vocación de servicio y amor a la Patria que fueron pasión y norte en mi vida”.
Fue su desilusión y frustración con la política la que lo impulsó a fundar Clarín en 1945, donde puso la misma pasión al servicio del país al que amaba y auguraba un destino de Nación desarrollada, respetada.
Hoy, una vez más, la política vuelve a estar dominada por las disputas de poder, los odios y las fracturas, como su hija y mujer de la cultura comparto para recordarlo, sus dichos de ayer que nos exhortan en el presente: “Tenemos que empinarnos sobre las querellas, dejar de mirar el pasado (…) No seamos la patrulla perdida del desencuentro; no seamos la generación sin lugar en la historia».
Especial para Clarín