La discusión abierta por la reciente sanción de la ley de financiamiento universitario y su anunciado veto presidencial debería ser una oportunidad para debatir seriamente alternativas dirigidas a blindar el presupuesto de las universidades públicas mediante fórmulas más sustentables que fortalezcan la autonomía y la autarquía de las instituciones de enseñanza superior.
Hoy la realidad muestra que muchas casas de altos estudios públicas no son sustentables, al tiempo que el elevado número de estudiantes que tienen no se condice con el de sus graduados.
Particularmente grave es el dato aportado horas atrás por el secretario de Educación de la Nación, Carlos Torrendell, quien indicó que hay unos 600.000 alumnos de universidades estatales de quienes el Gobierno desconoce si están inscriptos en alguna materia. No se trata de una cuestión menor, si se tiene en cuenta que los fondos del Estado nacional para las universidades son distribuidos en función de la cantidad de estudiantes que ellas poseen, al tiempo que el funcionario acusó a los diferentes estamentos educativos de “inventar alumnos” para no ver recortados sus recursos.
Al margen de esas controvertidas declaraciones que merecen un pormenorizado estudio por parte de las autoridades educativas y de las universidades, hay otro dato de la realidad que resulta concluyente. Es aquel que nos señala que, a pesar de la gratuidad, apenas se gradúa uno de cada cien estudiantes provenientes del quintil más pobre de la población argentina. También cabe preguntarse por qué se sigue financiando a estudiantes extranjeros, que conforman el 4,25% del total.
La Constitución de 1994 señala en su artículo 75, inciso 19, que entre las atribuciones del Congreso figura la de sancionar leyes que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales. Con frecuencia, en la discusión pública, se plantea la importancia de la gratuidad –un falso debate, en rigor, cuando siempre hay alguien que termina haciéndose cargo de los costos, ya que los fondos públicos provienen de los impuestos que paga la ciudadanía–, pero no se enfatiza sobre la cuestión de la equidad y sus alcances. Al respecto, podemos preguntarnos por qué todos los contribuyentes deberían financiar a estudiantes que se encuentran en condiciones de pagar una cuota razonable por su educación superior y, del mismo modo, para qué sirve ese financiamiento público si ni siquiera permite alcanzar tasas de graduación satisfactorias entre los estudiantes de más baja condición socioeconómica.
A pesar de la gratuidad, apenas se gradúa uno de cada cien estudiantes provenientes del quintil más pobre de la población argentina
De allí que sea necesario enfrentar, de una vez por todas, la discusión acerca del arancelamiento universitario, teniendo en cuenta las particulares características de la sociedad argentina y el hecho de que tengamos niveles de pobreza que hoy superan el 50% de la población.
Partiendo de la premisa de que el arancelamiento para aquellos estudiantes que pueden pagar por sus estudios no choca con la esencia de la educación gratuita para quien la necesite, la prestigiosa Fundación Libertad y Progreso elaboró un informe que contempla una serie de propuestas para el financiamiento de la universidad pública basadas en la búsqueda de equidad.
El trabajo expone que el sistema de financiamiento actual incumple con el criterio básico de equidad, ya que establece un subsidio cruzado de aquellos que no utilizan el sistema universitario estatal hacia aquellos que sí lo hacen. Al mismo tiempo, al disponerse que las universidades dependan de transferencias del Estado nacional, se torna prácticamente imposible la real autonomía universitaria.
Según el informe de la citada fundación, el presupuesto universitario para 2024 es de 1,95 billones de pesos, lo que para una cantidad total de 2.030.633 alumnos arroja un presupuesto de 961.660 pesos por alumno por año y de 80.183 pesos por alumno por mes. Utilizando un trabajo de investigación de la Universidad Nacional de Hurlingham, según el cual el porcentaje de estudiantes de universidades públicas que pertenecen a un nivel socioecónomico de los dos quintiles más altos y estarían en condiciones de pagar un arancel completo alcanza al 37,3%, la Fundación Libertad y Progreso diseñó una propuesta de arancelamiento universitario segmentado. En función de este modelo, se lograría el autofinanciamiento si aquel 37,3% de estudiantes de mayores ingresos abonaran una cuota mensual de 168.000 pesos y otro 20,4% de los estudiantes pertenecientes al tercer quintil, con ingresos medios, pagaran una cuota de 84.000 pesos, lo que permitiría que el 41,9% de los alumnos que integran los dos quintiles más bajos por ingresos no tuvieran que abonar nada.
Un segundo modelo propuesto por el mencionado trabajo plantea la posibilidad de un subsidio estatal directo no reembolsable para solventar el costo del segmento estudiantil que no paga o no cubre su costo completo. Empleando iguales supuestos que en la propuesta anterior, el esquema plantea una disminución del arancel universitario que pagarían los estudiantes de mayores ingresos, que quedaría en unos 80.000 pesos por mes, y también del que abonarían los de ingresos medios, que se vería reducido a unos 40.000 pesos. En tanto, el subsidio anual a cargo del Tesoro nacional sería de 818 mil millones de pesos anuales. De este modo, el 60% del presupuesto universitario sería solventado por los propios alumnos, pero el 40% no.
Es necesario enfrentar, de una vez por todas, la discusión acerca del arancelamiento universitario, teniendo en cuenta las particulares características de la sociedad y el hecho de que tengamos niveles de pobreza que superan el 50%
Una tercera alternativa pasaría por el financiamiento mediante préstamos con tasa subsidiada y garantías del Estado a quienes no puedan cubrir parcial o totalmente su costo. Bajo este esquema, los alumnos de ingresos medios y bajos podrían acceder a un crédito para financiar su educación superior; el estudiante asumiría, así, una deuda que se iría acumulando mes a mes y que comenzaría a devolver luego de su graduación.
Una cuarta opción consistiría en un fondo de becas financiado con aportes de los graduados de la universidad estatal. En este caso, se propone un esquema donde los graduados que recibieron algún tipo de asistencia en forma de beca total o parcial tengan la obligación de aportar a un fondo de solidaridad universitaria que sea administrado por la propia casa de estudios y que se utilice para otorgar nuevas becas.
En cualquiera de los casos, los esquemas de arancelamiento propuestos se aplicarían únicamente a los nuevos ingresantes, sin alterar las reglas que hasta el momento llevaron a los actuales estudiantes a elegir la universidad estatal.
Lo cierto es que para considerar la implementación de nuevos mecanismos de financiamiento que contribuyan a mejorar la equidad del sistema universitario y su autonomía financiera se deberían modificar varios artículos de la ley de educación superior. El debate que tiene lugar en estos días, con la marcha convocada por organizaciones de docentes, estudiantes y personal universitario, debería derivar en la búsqueda de alternativas superadoras que planteen algo más que meras soluciones voluntaristas basadas en la inyección de recursos de un Estado que debe dejar atrás el crónico desequilibrio fiscal.