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Ballesteros, Aizemberg y Ticera coinciden en una muestra

El Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires (MACBA) presentó las exposiciones de Ernesto Ballesteros (1963), Roberto Aizenberg (1928- 1996) y Stella Ticera (1999). Acaso porque los artistas pertenecen a diversos tiempos y estilos, pero provienen de la misma galería, surge el interrogante sobre cuál es el papel que cumple el Museo.

La muestra “Químicamente impuro” de Ballesteros, se extiende desde finales de los años 80 hasta la actualidad. Las historietas “Vito ver” y el pasaje de los cielos del comic a unas grandes pinturas marcan el comienzo de la exhibición. El recorrido, según el curador Rodrigo Alonso, es “anacrónico”, es decir, ajeno al tiempo.

Acerca de la obra, aclara: “Escapa a toda clasificación convencional, abarca desde dibujos y pinturas hasta instalaciones y performances, revelando una singularidad poco común en el panorama artístico argentino”. No obstante, hay cuestiones que se pueden rastrear a partir de las fechas que señala Ballesteros. “Los años 90 fueron para mí un luto casi constante”, reconoció el artista. Recordó, además, que después del 97 ya dibujaba líneas y las contaba, marcaba las intersecciones, trazaba círculos de acuerdo a las vueltas del sol y hacía garabatos durante un tiempo determinado. “Estos trabajos eran un mantra liberador de culpas, una vía de liberación ante la tragedia”, confesó en una entrevista. “El arte es una forma frágil de ocupar el tiempo”, sostenía junto a Graciela Hasper, Fabio Kacero y Pablo Siquier en el “Manifiesto frágil” de 1999.

El propio Ballesteros separa la última etapa de su producción y, de algún modo, la valora: “Desde el 2001 me gusta mi propia obra”. A partir de entonces sus obras escalan posiciones, como la serie “Fuente de luz tapada”, consistente en fotografiar paisajes donde superpone unos círculos negros sobre las luminarias callejeras para provocar extraños eclipses. Y así describe esta rareza. “Las fuentes de luz básicamente encandilan y, cuando esto sucede, se nos hace difícil ver lo que las rodea. Comencé tapando las fuentes de luz en mis fotografías para que se puedan divisar las formas intrincadas y tenues de las nebulosas, de las galaxias o del polvo interestelar”.

El misterio de su trabajo se afirma a partir de entonces en la conexión con la ciencia, los juegos con lo invisible y el trabajo grupal. La mecánica cuántica y la teoría de campos de Einstein inspiraron sus “paisajes”, su manera especial de acercarse a la naturaleza. “El cielo está lleno de moléculas de agua invisibles al ojo humano, pero gran parte de estas moléculas tienden a confinarse en espacios concretos y crean otra cosa que llamamos ‘nubes’. Entre nubes no deja de haber gotitas flotando, solo que están distanciadas entre sí”, señala. “Todas estas lecturas y esta manera holística de ver la realidad me llevaron a sentirme lo mismo que el otro, en comunión con el otro: estoy convencido de que yo soy él, soy vos, soy eso y no soy solo Ernesto. Si al otro le sucede algo, bueno o malo, algo de mí cambia”.

El trabajo comunitario impulsa las competencias de dibujo y los “juegos” grupales prosiguen casi hasta hoy. En el Museo MARCO de La Boca, para colorear el zócalo de amarillo con los trazos breves del lápiz en el plazo de un mes y medio, Ballesteros contrató a casi 20 artistas en calidad de ayudantes. La pintora Laura Ojeda Bar, entre ellos, cuenta su experiencia: “El trabajo con Ernesto fue enriquecedor. Fueron muchas horas de una práctica casi meditativa, de estar presente en nuestros cuerpos en contacto con la pared con una energía concentrada en el encuentro de las puntas de nuestros lápices y las diferentes superficies que dibujamos. A la vez, la sensación de comunidad que se generó fue muy intensa, éramos un grupo y cada trazo que hacíamos era a la vez lo más importante y lo menos. Lo individual se licuaba en el esfuerzo colectivo”.

Conocido por la rareza de sus dibujos casi invisibles, las extensas líneas que traza con un lápiz grafito ejerciendo la mínima presión sobre el soporte, el artista mantuvo muchos años casi en secreto sus performances de aeromodelismo, los «Vuelos de interior». Ballesteros fabrica e impulsa el vuelo de aviones que pesan menos de un gramo. La levedad del peso determina la máxima lentitud del vuelo y el carácter errático de la trayectoria, muy similar a la de sus imperceptibles dibujos. Y la performance es una danza. Los vuelos ocuparon un lugar estelar en la 56 Bienal de Venecia.

En el MACBA, un avión se exhibe bajo una cúpula de cristal. El inmenso abanico de exploraciones de Ballesteros genera intriga en el espectador. Pero ¿cuántos artistas de las generaciones de los 80 y 90, por talentosos que sean, han merecido investigaciones y exposiciones antológicas en los museos? Casi al final de la exposición, el espectador debe suspender la concentración mental que demanda internarse en la cambiante producción de un artista imposible de etiquetar.

Un piso del MACBA lo ocupa “Babel”, una muestra también curada por Rodrigo Alonso, un homenaje a Roberto Aizenberg. Su magnífica obra es siempre bienvenida, más que nada, la serie dedicada a los edificios y arquitecturas. Un universo se abre con estas pinturas. Alonso cita al propio Aizenberg, cuando dice: “La torre rígida y el cielo envolvente se han convertido, para mí, en imágenes arquetípicas que simbolizan al ser humano erguido frente a lo divino”. Se sabe, la construcción de Babel implicó un desafío, la confusión de las palabras y la diversidad de las lenguas fue un castigo divino.

Durante su exilio, poco antes del fin de la dictadura militar, Aizenberg estaba en Roma cuando conoció a Italo Calvino. El escritor le dedicó un dramático texto donde describe que, “las casas se convirtieron en bloques compactos…” y observa que “las personas eran envoltorios vacíos”, y quienes «buscaban en el fondo de la propia alma, el refugio que esperaban encontrar estaba obstruido, relleno de ripio, emparedado”. Roberto Aizenberg murió en 1996 en Buenos Aires, justo cuando preparaba una exposición retrospectiva de su obra en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Finalmente, el último piso del MACBA demanda otro salto interpretativo. Allí se exhibe el arte de Stella Ticera, artista que demuestra un alto grado de sensibilidad en sus pinturas sobre papel surcadas por grietas y líneas zigzagueantes donde predomina el color rosa. Hay formas que ostentan cierta semejanza con las células de la carne. Un video captura las manos de la artista modelando un cuerpito en plastilina, y las imágenes representan la viva imagen de la ternura. El curador Bruno Mendonça, destaca: “El trabajo de Stella se centra en la investigación del cuerpo, por lo que los dibujos, los videos, las performances, son en cierto modo una trama que poco a poco pone de relieve su forma de pensar sobre el cuerpo”.

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