Los amigos son importantes para mí. Sospecho ocupan, para bien o para mal, lugares que ha dejado mi familia. No están muertos, salvo mi padre, pero son algo así como una ausencia. También, me mudé mucho. Eso me enseñó que muebles no es lo único que se descarta. Las verdades son así, crueles y cursis. O capaz no sea ninguna ley general. Pero cuando la vida me movió, me empujó o, alguna que otra vez me arrasó, hubo que gente que se fue, desapareció o quedó lejos.
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Tenía 45 o por ahí. Estaba estrenando barrio una vez más y me sentía solo de una manera concreta y brutal. Me anoté en un taller de escritura. La literatura, en varias de sus formas, ya había funcionado como escape. Ahí lo conocí a Juan. Nos hicimos amigos rápido, sin darnos cuenta. Podíamos estar muchas horas hablando de autores, de libros, de joyas escondidas. Nuestras charlas eran extensas, sobrecargadas de delirio e incomprobable intelectualidad. Fingíamos ser esnobs, con alegría, con soberbia, con algo de alcohol en sangre.
Una noche, en una cervecería, en un gesto de genuina generosidad, me presentó a su grupo de amigos. Los unía mucho su pasado y estaban de acuerdo en seguir construyendo un presente común.
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Me adoptaron. Me sentí recibido y querido como muy pocas veces. Quizás la elección de los verbos y la descripción de los sentimientos suene exagerada o injusta para mis otros vínculos. Pero se ajustan perfecto a la descripción del grado de fragilidad que manejaba en ese momento. Cada uno de ellos me presentó a su madre y a su padre, a sus hermanos, me contaron bastante de su vida. Yo les conté algo de la mía.
Con ellos, todos los días había algo para hacer. Conocer un lugar nuevo o visitar un clásico. Probar un nuevo plato, un sándwich en la calle, una parrilla. Juntarse por juntarse. En un bar, en un patio o en una casa. Conocer más gente. Emborracharse o tomar un par de whiskies. A veces éramos tres o cuatro, a veces estábamos todos. Más de una vez, fuimos solo dos. La palabra que se repetía una y otra en los mensajes era “vénganse”. También me gané un apodo: el Chori.
Así fue como un viernes a la tarde salimos a la ruta. La primera parada iba a ser en Mar del Plata. Después, una quinta en Tandil. Lo primero que hicimos al llegar a la costa fue comer unos cannoli, que según me dijeron eran famosos. Después, encaramos para un boliche que estaba en la playa. Antes de entrar, el hermano de Juan, recién llegado de Europa, nos pasó a cada uno unas pelotitas hechas de papel que adentro tenían un polvo muy parecido a la arena.
Yo siempre quise mucho a mi cerebro. Me salvó de mucho. La fragilidad me aterraba desde que tuve conciencia y lo que yo entendía por ser racional durante mucho tiempo se ocupó de armar trincheras, corazas y escudos. Y nada quería menos yo que alguna sustancia, legal o de las otras, interfiriera en el normal funcionamiento de mis estrategias de defensa. Había mucha batalla, tanto por reprimir, que no me podía permitir el lujo de ceder en ningún frente.
Pero tragué el polvo opaco envuelto en papel blanco. Estaba la obligación implícita de que, si ellos saltaban a un pozo, yo también debía hacerlo. Lo cierto es que nadie me obligó y era ignorante sobre si había algún borde peligroso. El resultado fue que estuve toda la noche bailando esa música artificial y repetitiva que muchos dicen que no es música. Cuando salimos, sobre el mar ya se veía la claridad avanzando despacio y sin tregua. Nos sobraba energía. Preguntamos si había algún lugar donde se pudiera seguir la fiesta, donde se pudiera extender un poco la oscuridad. Nos dieron una dirección. Llegamos a una casa con el frente lleno de grafitis, pero nadie nos abrió la puerta. Le preguntamos a un taxista. Nos miró y con cierto desprecio, hablándose a sí mismo, dijo: “Ah, las hormigas de la noche”. Y se fue. No entendí que quiso decir. Aunque reconocía ciertas líneas ondulantes que me atravesaban el cuerpo y vibraban como si hubiera sobre ellas insectos caminando. Decidimos seguir el viaje a Tandil. En la ruta, una niebla densa, compacta, se arrastraba por el piso. El sol estaba en el ángulo justo para encandilarnos, para darnos un calor justo y necesario. Llegamos a la quinta al mediodía.
El frío era tan potente que una fogata estuvo siempre prendida en el patio. A la noche me pasaron un pequeño pedazo de cartón, que ya sabía yo, estaba embebido en alguna sustancia prohibida. Ya lo había hecho alguna vez, pero nunca me había causado nada. Así que, más relajado y sin miedo a perder el control, lo tragué y me senté cerca del fuego. La oscuridad, que lo dominaba casi todo, se mezclaba de manera homogénea con la niebla. Por alguna razón, alguien tiró una naranja al fuego. Nos quedamos un rato mirando como el calor hacía que la superficie porosa de la cáscara se transformara en un montón de diminutos volcanes en erupción. Decidí alejarme un poco, mezclarme con un poco con la oscuridad. Desde ahí los vi a todos, algunos sentados, otros junto a la parrilla, la sombra y el sonido de los que estaba adentro de la casa. Estaba tranquilo, estaba contento.
Entonces algo se rompió. La casa de la quinta se movió. Mis amigos desaparecían o se movían a velocidades asombrosas. Las perfectas formas geométricas con que la niebla dibujaba el recorrido de las luces empezaron a desintegrarse. Me quise parar, pero no pude. Pasó lo que tenía que pasar. Mi mente se había roto, para siempre. Eso pensé. Llegó el arrepentimiento junto con la sensación de que ya no había vuelta atrás. Era cierto nomás que no había que meterse nada, que estaba mal, que el cerebro arde y se chamusca de manera irreversible.
Sentí la soledad de los astronautas, su miedo por la falta de aire. No me salían las palabras, estaba inhabilitado de pedir ayuda. De manera intermitente todo desaparecía, aparecía otro mundo que me arrastraba hacia arriba. Cada vez que volvía, miraba el reloj en mi teléfono. Contar los segundos era mi manera de quedarme en la tierra, seguro y protegido.
De alguna manera, logré levantarme. Me crucé con alguno de mis amigos. Creo que le hablé. Pero o no me entendió o él también andaba en otro lugar que no era Tandil. Entré a la casa y me encontré con otro. Le hablé. No recuerdo que le dije, pero también desapareció. Me quedé recostado contra una pared, mirando otra vez el reloj de mi teléfono.
Y de repente llegaron todos, mis amigos, a mi alrededor. Me llevaron a un cuarto, me sentaron en el borde de la cama. Dos me agarraron de la mano. Les conté que iba y venía, que algo me levantaba y me llevaba lejos. Repetí muchas veces “me quiero quedar acá”. Y cada vez que sentía esa hostil fuerza invisible, apretaba las manos de mis amigos. Tanto, según me contaron después, que se las hacía doler. Pero nunca me soltaron.
Juan se puso enfrente. Había algo en mi cuerpo, tal vez en mis ojos o en mis movimientos, que le indicaba los momentos exactos en los que yo volvía. Entonces me decía: “No te preocupes, que esto en algún momento se termina”. Y también: “Hay gente que siempre quiso estar donde vos estás ahora y nunca pudo”. Los momentos de lucidez empezaron a ser más frecuentes. Y si bien el miedo persistía y seguía entrando y saliendo de espacios deformes, aterradores pero fascinantes, un par de veces me reí. Y dije: “Hay que parar la moto”.
A medida que me iba calmando y todo volvía a la normalidad, salimos al patio. La noche seguía espectacular con la niebla recortada por las luces de las calles. Algunos fueron a caminar entre las quintas por caminos de tierra. Yo me quedé, todavía un poco alterado, pero feliz de que mi cerebro hubiera sobrevivido. En algún lugar, también estaba feliz por el tamaño de la anécdota, que en ese momento me pareció inabarcable.
En un encuentro posterior a Tandil, me volvieron a ofrecer un pedacito de cartón. Simulé que lo tragaba. Entre el miedo renovado a la pérdida de control y el desconcertante anhelo por la madurez, había espacio para una pequeña mentira.
Después, hubo una calma general. Uno de ellos se casó, algunos tuvieron hijos, varios fueron testigos del momento justo en el que yo me enamoraba. Evolucionábamos, nos expandíamos. Hasta que no. Trabajé con uno de ellos durante un tiempo. Y terminó mal, en una oficina con una mesa grande y oscura de madera, cerca de Tribunales. Y roto ese enlace, el resto se fue desintegrando rápido, sin pausa. Sé lo que pasó y al mismo tiempo, no. Se vino el destierro.
Como en toda experiencia notable, acá no hay ninguna moraleja ni enseñanza. Se repiten las mismas de aquellos sucesos no tan extraordinarios. Cuando pienso en ellos, vuelvo a decirme que nada es para siempre, que no sé nada, que todo es impredecible. Estoy más viejo, existe la posibilidad de que más sabio, con el suficiente humor como para abrazar mi amargura. Soy feliz de a ratos. Ya no le tengo miedo a la pérdida de control y por eso ya no son tan necesarias las sustancias. Sigo valorando a los amigos. Tengo algunos que están desde antes de todo esto.
A Juan no lo vi más. A ninguno de ellos. En el ánimo tengo una cicatriz. A veces, algún pensamiento pasa sobre ella como si fuera la punta de un dedo. Una parte del vestigio de dolor es por la certeza de que no hay reparación o reencuentro posible.
Durante la noche de mi mal viaje en Tandil, sacaron una foto. El que la sacó sabía mucho del tema. Modificó los parámetros de exposición. El resultado fue una imagen maravillosa. Yo, borroso, difuso, hecho de pinceladas desesperadas intentando quedarme en este mundo, sentado entre dos de mis amigos. Ellos definidos de manera perfecta, sosteniéndome las manos. Me quedo con eso.