ALQUTAYFAH, Siria.- La zona es desértica. Si las nubes tapan el sol y sopla viento, el frío es intenso. Pero no es la baja temperatura lo que lastima en Alqutayfah. Es el horror que sigue saliendo a flote a dos semanas de la caída del régimen de Al-Assad, que durante más de cinco décadas reprimió brutalmente a su propia gente, a los sirios que pensaban distinto.
“Acá había cadáveres, esto era una fosa común, pero a partir de 2020, durante un mes, todos los días seis camiones fueron llevándose todos los cadáveres a otro lugar”, dice a LA NACION Mohamed, nombre inventado de un hombre oriundo de esta localidad, que prefiere no identificarse ni ser filmado porque todavía tiene miedo. “Cuando los servicios de inteligencia del régimen sacaron los cuerpos y los llevaron a otra parte, llegaron los iraníes”, agrega, en una recorrida por este predio polvoriento que, según destacan, luego, pasó a ser una base militar de las afueras de esta localidad que queda 40 kilómetros al norte de Damasco, la capital.
Es aquí donde fue hallada una fosa común con al menos 100.000 cuerpos, aseguró días atrás Mouaz Moustafa, el jefe de la ong Syrian Emergency Task Force. Se trata de una de las cinco fosas comunes que esta organización identificó en los últimos años, ahora inaccesibles porque personal de cascos blancos está excavando para recuperar los miles de huesos allí enterrados. “Cien mil es el cálculo más prudente del número de cuerpos”, dijo Moustafa.
En la sede de la policía de Alqutayfah -un edificio de cuatro pisos donde aún se ve, medio arrancado, un póster con la omnipresente imagen de Bashar Al-Assad vestido de militar y la vieja bandera de Siria con la franja roja arriba y dos estrellas-, los milicianos vestidos de jeans, zapatillas y camperas camufladas, son muy amables con las periodistas extranjeras en busca de información sobre las fosas comunes. “Welcome to Syria, Welcome to free Syria”, saludan. Ofrecen, además, un jugo de naranja industrial, junto a una pajita. Aclaran que ellos no son del grupo islamista rebelde Hayat Tahrir al-Sham (HTS) que tomó el poder en Siria hace dos semanas después de una ofensiva relámpago desde el norte. Son vecinos que tomaron el control de la situación para que no degenerara en anarquía, que, en este momento de transición, esperan volverse la nueva fuerza policial. Es evidente que aún no están organizados. Se ve incluso a alguien que está pegando con cinta scotch un póster con la nueva bandera de la Siria libre, en el gélido hall del edificio.
“Sí, acá hay más de una fosa común”, admiten. Pero, después de discutir entre ellos, nos dicen que sólo pueden llevarnos a esa base militar que fue durante años una fosa común, pero que el régimen evidentemente decidió mudar a otra parte. En este predio rodeado por paredones de cemento puestos allí para que nadie pudiera ver el traslado de cadáveres, que queda a diez minutos de auto de la sede policial, entre 2020 y 2021, todos los días, durante un mes 6 camiones llenos de cadáveres se iban a otro lugar secreto. En lo que ahora es un descampado, saltan a la vista, abandonados, cuatro camiones militares sirios con antenas satelitales. “Aquí también pasaron soldados iraníes”, asegura Mohamed. El régimen de Al-Assad, en efecto, colapsó en tan sólo once días no tanto por la victoria de HTS, sino porque se desplomó porque ya no contaba con el respaldo militar ni de Irán, ni de Rusia. Dos actores hasta hace poco claves en Siria, debilitados en un caso por el descabezamiento del grupo chiita Hezbollah por parte de Israel en la reciente guerra del Líbano y el otro, por la guerra en Ucrania.
Mohamed precisa que fue en 2014 cuando trajeron los cadáveres a la fosa común. “En realidad, primero la fosa común estaba al lado del cementerio de la ciudad, pero después los trajeron acá para que no la descubrieran y después trasladaron todo a la localidad de Baghdad Bridge”, donde la descubrieron los periodistas de Al-Jazeera.
Menos de 24 horas después de ese macabro hallazgo, aparecieron otras dos fosas: una en Bridge 5, a lo largo de la ruta que lleva desde la capital al aeropuerto y la otra en el distrito de Tadamon. Pero no es sólo el espanto de las fosas, que son al menos seis hasta ahora, pero que podrían ser más. También están las decenas de cuerpos de detenidos apilados en las morgues de Damasco, traídos desde las cárceles que los rebeldes iban abriendo y vaciando. Y las fotos de cientos de miles de desaparecidos que van empapelando gran parte de las paredes de la capital, incluso de la espectacular y antigua mezquita de los Omeyas, del centro histórico.
“Es sólo la punta del iceberg, harán falta años para saber la verdad y será mucho más dolorosa de lo que nos imaginamos”, apunta Mohamed, que tiene 49 años pero que aparenta muchos más, como todos los sirios, evidentemente golpeados por 13 años de guerra, devastación económica y crímenes de guerra y contra la humanidad indecibles. Él también podría haber terminado en una de estas fosas. “Me arrestaron en 2013 porque decían que era un terrorista que iba a utilizar explosivos, pero la verdad es que me detuvieron porque tenía otras ideas”, revela. Estuvo entonces 11 meses encerrado en la prisión “227″ de Damasco. Pero logró salir porque el régimen de Al Assad, al margen de sangriento, también era corrupto: sus familiares lograron juntar dinero para salvarlo de una muerte segura.
En una rotonda cercana, un miliciano de campera camuflada y jeans, que se cubre el rostro la cabeza con una bufanda, está confiscando kalashnikovs. Aún hay demasiada gente armada en toda Siria y la orden que bajaron desde Damasco las nuevas autoridades de HTS, que intenta reestablecer cierta seguridad después del caos que le siguió a la inesperada huida de Al Assad, es que todos deben entregar sus armas.
Como en otras localidades, también en Alqutayfah, en efecto, hubo caos y saqueos hace dos semanas, cuando llegó la noticia del fin del régimen y, en medio de los festejos, la demolición de la estatua de Al-Assad de la plaza y destrucción de gigantografías de la dinastía ahora odiada, algunas turbas aprovecharon del vacío de poder y de la falta de policía.
Al ingresar a la ciudad, se nota que hubo caos. A la vera de la autopista se ven escombros, chapas dadas vueltas, tiendas incendiadas. “Llegaron ladrones que rompieron todo”, lamenta Ahmad Sail, de 35 años y originario de una zona kurda del norte, que desde 2019 tenía una gomería que ya no existe.
“A mí también me destruyeron la tienda, no quedó nada en pie”, le hace eco Mofak al Saif, un hombre de 48 años que huyó de Idlib, cuartel general de HTS, en 2014, que de todos modos, con gran resiliencia como todos los sirios, ya está de nuevo vendiendo café y te caliente en un precario puesto a la intemperie levantado frente a lo que era su negocio, que es ahora un cúmulo de chapas.
¿Está contentos por la liberación? “Sí, claro. Aunque ahora estoy mal porque me arrasaron el kiosko, estábamos cansados del régimen de Al-Assad, un criminal que sólo pensó en enriquecerse él y su familia y amigos, que mató a su propio pueblo de hambre y en sus prisiones, como habrán visto por las fosas comunes”, contesta. “Espero ahora que las cosas mejoren y que los de HTS hagan justicia”, concluye.
Seguí leyendo
Conforme a los criterios de