viernes, 10 enero, 2025
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Mundos íntimos. Viajé al Ártico para ver la aurora boreal: cuando apareció supe por qué para algunos es una experiencia sagrada

Qué busca quien viaja 350 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico para ver auroras boreales?”, me pregunté a la intemperie en Noruega, a 16 kilómetros de la frontera con Rusia, en medio de unas vacaciones familiares, mientras la llovizna otoñal se hacía cada vez más densa y el combo frío-humedad empezaba a acalambrarme las puntas de los dedos.


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¿Aventura? ¿Un encuentro brutal con la naturaleza? ¿Algo muy distinto de su rutina? ¿Probarse en una condición extrema y ahí, en medio de la inmensidad y del silencio, sentirse más vivo? ¿Un splash del fin del mundo? ¿Estar en el lugar justo en el momento indicado para disfrutar el abrazo del cosmos y el azar? ¿Algo inenarrable o, por el contrario, la experiencia culminante que contará a sus nietos hasta la extenuación?


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A veces es más simple. “Es algo que siempre quise hacer”, nos había dicho Daniel, mi marido, y los demás nos sumamos al plan de compartir un viaje: con hijos adolescentes coincidir en las ganas se vuelve complejo y las ocasiones se atesoran. Lo nuestro era, sencillamente, espíritu deportivo; tentar un destino estimulante. Así partimos desde Madrid Cata, Juli, Dani y yo hacia el norte más norte, con Kirkenes, Uløybukt, Tromsø y Bergen como destinos, y yo inicié un “Diario de Luces”, para registrar el lance. Esos apuntes me ayudan a hacer memoria.

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La sensación térmica más baja que padecimos fue de -11º y lo llevamos bien. “A esta altura del año ―nos dijeron a poco de llegar― se pierden 10 minutos de luz cada 24 horas. Si pasan 6 días en Kirkenes, al finalizar la estadía, anochecerá una hora antes”.

Exploración. Raquel Garzón, segunda izq., junto a su marido y sus hijos en plena aurora.

La primera noche marca el tono de las siguientes y te entrena en ritos lugareños: consultar la app meteorológica que mide la actividad magnética, alejarse de la polución lumínica de la ciudad, salir junto al guía del todoterreno que nos traslada y mirar el cielo cambiando de orientación en medio de las sombras, a ver si un poco más allá se asoma la aurora que las fotografías prometen como llamaradas fosforescentes e inolvidables. Y tomar litros de jugo de arándanos caliente, bebida típica de la zona, para paliar la inclemencia.

“En otoño llueve mucho y las nubes cubren el cielo. Pero si miran allá, hay un poco”, dice Erik, el guía de la segunda noche. ¿Un poco de qué? ¿Qué es una aurora boreal? ¿Eso que se parece a una columna de humo, una neblina que a veces se enciende, asomada detrás de la nube que señala Erik? ¿Y dónde está el verde rabioso de las fotografías que promocionan esas tormentas solares?

La explicación para principiantes cuenta que en el interior del Sol se producen explosiones que expulsan hacia la superficie de la estrella y hacia el espacio exterior energía, materia, plasma solar. Ese magma viaja miles de millones de kilómetros, pasa por otros planetas y al chocar con la atmósfera terrestre y debido a su magnetismo es redirigido hacia los polos. Por eso se las ve al norte y al sur surísimo de la Tierra.

Las Northern Lights, como se las conoce en inglés, son las reinas del merchandising de la región y se estampan en cuanta superficie se preste (remeras, gorros, biromes, buzos, mouse pads, guantes, tazas, pósters…), compitiendo con los trolls, duendecillos horribles, típicos de la mitología y folclore escandinavos.

Las excursiones duran cuatro, cinco o más horas porque se desplazan a la caza de las auroras, las “persiguen” casi frenéticamente. Esa búsqueda obsesiva condena a segundo plano el paisaje majestuoso, algo parecido a lo que sucede en el Louvre, donde toda la atención se dirige a La Gioconda y la gente pasa casi sin ver ese portento que es Las bodas de Caná, el cuadro de mayores dimensiones del museo, pintado por Veronese y ubicado justo enfrente. Yo suelo pararme allí y disfrutarlo hasta que las multitudes liberan la sonrisa enigmática captada por Leonardo. ¿Qué se hace cuando las auroras no aparecen?

En Kirkenes, donde viven unas 3400 personas de forma estable, fracasamos dos noches, pero durante el día hicimos trekking con perros huskies de Alaska (“tienen la capacidad pulmonar de un ganador del Tour de France” nos contó Katrina, dueña de 40 en una granja en el valle de Reisa), visitamos un hotel de hielo y conocimos a gente llegada de diversas latitudes, animada por las mismas ganas.

Nadie te dice que el ojo desnudo generalmente no ve las auroras porque nuestra especie no está preparada para distinguir colores en la oscuridad. Eso arruinaría la emoción (y el turismo). Hay que insistir: “¿Podremos ver los verdes, rojos, blancos, azules o es imprescindible mirar a través de la cámara del teléfono?”. “El celular las capta mejor”, es la respuesta oficial.

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“Si este tipo enorme es un serial killer y se le da por ahogarnos a los cuatro aquí, a bordo de su barquito de motor en pleno Mar de Noruega, no se enterarían jamás, nadie sabría qué fue de nosotros”, recuerdo haber pensado. Sven, un rubio monumental con pinta de vikingo, remera a pesar de los -2º y una barriga digna del cómic de Asterix, era nuestro tercer guía en la zona. Él y su familia regentean un lodge en la isla de Uløybukt, que queda al noreste de la ciudad de Tromsø, entre fiordos que tallaron las glaciaciones y el deshielo. Después de una primera noche sin éxito propuso para la siguiente un avistaje embarcados. Y allí estábamos, helados por la espera y la inactividad, tomando chocolate caliente, sin suerte.

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Al sexto día, el primero en la ciudad universitaria de Tromsø, finalmente, ¡las vimos! Vitar, dirige un tour fotográfico y tiene el nombre “del dios más poderoso después de Tor en la mitología noruega”.

Conduce dos horas hasta un camping (lim pí si mo y con baños calefaccionados), donde nos pertrecha de trajes antifrío y antihumedad, botas impermeables, guantes y trípodes para los celulares, que todos ponemos en “modo noche”. Con ese atuendo de astronautas empezamos a caminar y llegamos hasta la orilla del mar. La zona se llama Nordkjosbotn.

El guía sitúa las cámaras hacia el norte (mi trípode queda pisando musgo y algas húmedos, gentileza de la baja marea) y después de enseñarnos en el cielo constelaciones como El carro y Casiopea, consulta Spaceweatherlive.com, la app que integra el kit de supervivencia de esta parte del mundo. Mide cosas como “viento solar en tiempo real” (el fenómeno que produce las auroras boreales) o el “campo magnético interplanetario”.

“Habrá aurora”, dice. “Está en Rusia. Podemos hacer un fuego, cenar y ver qué sucede”. ¿Cuándo empezará?, pregunta Daniel, curtido en la desilusión de las búsquedas previas. “En una hora”, contesta. Y queremos creer.

Nos sentamos alrededor de la fogata improvisada, cada uno con una cuchara y una ración de Real Turmat, curry deshidratado que Vitar ha repartido. Abrimos el sobre de aluminio en el que vierte agua hirviendo. Hay que esperar 8 minutos y los disfrutamos sintiendo el calorcito entre las manos.

Comemos en silencio. Sólo se escucha el vaivén del agua y el crepitar del fuego. Ya no hay nubes. Después de un rato, Dani se gira y le señala a Vitar algo que está a nuestras espaldas. El guía dice: “Ya empezó”.

Veo, primero tímidamente, algo parecido a las fumatas blancas de las chimeneas o de las designaciones papales. Mi primera foto es de las 22.21. En ella aparece la aurora insinuándose detrás de la montaña con los rescoldos de la fogata brillando todavía. Es vertical y los colores, verdes de distinta intensidad en los que se percibe también un reborde rojo. Hay puntos blancos de luminosidad intensa. Algunos son luces cercanas, la civilización presente. Otros, estrellas.

No me avergüenza decir que se me aceleró el pulso. Tuve conciencia de estar viviendo algo extraordinario: una “aparición” en sentido literal, un mensaje cósmico tan conmovedor en el siglo XXI como en los remotos inicios de la humanidad. Entendí que los samis, habitantes originarios de esa región, asociaran las auroras con una vivencia sagrada: el espíritu de sus antepasados, tratando de comunicarse.

Los dibujos eran tan caprichosos como osados y cubrían distintas porciones del cielo. A veces el manchón espectral se apropiaba del horizonte; otras era sólo un retazo deshilachado y la naturaleza parecía un artista principiante que se animaba apenas a tantear el lienzo. El Sol nos hablaba con un aura fantasmática, mágica, arrobadora. Parte de su plasma había sido lanzado a través de la inmensidad y había llegado hasta allí, el norte más norte del planeta Tierra y yo estaba viéndolo, emocionada y muda, tan lejos de casa como ET en la peli, cuando insistía en telefonear a los suyos.

Vitar nos retrató a los cuatro, emponchados y ebrios de agotamiento, pero con alegría de triunfo ante la aurora boreal que supimos conseguir. “Algún día nuestros hijos recordarán que llegamos juntos también hasta aquí”, saboreé mientras nos abrazábamos. El guía calificó la experiencia como “una mediana plus” y con esa opinión experta, después de siete horas de excursión, al otro día seguimos hacia Bergen con la misión cumplida.

Arctic Summer es el título de una novela que E.M. Forster nunca terminó. En una entrevista de la revista Paris Review, que abrió la mítica serie de conversaciones con escritores, el autor de Pasaje a la India sostuvo que la ausencia de conflicto le impidió narrar el Ártico. Tenía el lugar y los personajes, pero no sabía qué pasaba allí, qué quería escribir, qué debía contar.

Desde que volvimos a Madrid he pensado muchas veces en esa anécdota y en la noche en que vimos las auroras. Las relaciono con cosas afines (mi placer ante los cielos estrellados de Villa Allende cuando éramos chicos) y con otras, en apariencia inconexas, pero decisivas, que marcaron el después de algunos aprendizajes y un más allá, como la migración que en plena pandemia nos llevó, a mis amores y a mí, a cambiar de país, de oficio, de vida. Si Forster hubiera asumido el riesgo de no controlarlo todo, quizás sus lectores disfrutaríamos hoy de esa novela.

Un viaje es, a veces, una andanza interior que devela costuras inexploradas. El detrás de escena de quienes creemos ser, alma y bisagras; los miedos y las garrochas para saltarlos. Conservo, casi como un amuleto, un certificado extendido por la municipalidad de Tromsø: “Raquel Garzón ha conquistado 69º Norte. Muy por encima del Círculo Polar Ártico en el país de las luces boreales y el sol de medianoche”. Cualquier cosa puede pasar.

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