Veo con preocupación que los chicos crecen y no todos van adquiriendo ciertas habilidades sociales. Hoy me preocupan especialmente aquellas que les permiten comportarse adecuadamente en casas ajenas y en lugares públicos, y suele complicarse cuando están en grupo, ya que pierden el criterio y la perspectiva y se “contagian” unos a otros.
Quizás tentados por la comodidad o por la sociedad de consumo, los padres, desde que empiezan a festejar los cumples de sus hijos chiquitos, lo hacen en salones o en el campo de deportes de los colegios. En espacios “a prueba de niños” con animadores que dirigen los encuentros. Son lugares preparados para chicos, donde no hay adornos, los baños no tienen botiquines, cremas, ni placares llenos de objetos, ni bebidas, ni… nada de las cosas que suele haber en las casas de familia.
No practican el cuidar los espacios porque no son sitios que requieran cuidados, ni los adultos necesitan explicitar pautas relacionadas con ese tema. Al terminar el evento todos se retiran y la casa del cumpleañero sigue impecable… porque nadie la pisó. Las ventajas son grandes ya que son lugares seguros, los padres descansan en otros que organizan y disfrutan a la par de sus hijos. Las casas hoy suelen ser más chicas, es muy cómoda esta solución pero los chicos no van descubriendo, salvo en su propia casa, la importancia del cuidado de los espacios comunes o de las casas ajenas.
Los cumples hace unos años –no tantos– solían ser los sábados y en las casas, con juegos organizados por los mismos padres (carrera de embolsados, ponerle la cola al chancho, etc.). Los invitados llegaban, llevados y buscados por sus padres, con regalo en la mano, bien descansados, vestidos para la ocasión y recién peinados.
Hoy a menudo van directo del colegio los viernes, agotados después de una semana entera de clases, en un ómnibus contratado donde cuesta controlarlos, porque vienen de varias horas de estar quietos, callados y sentados en un aula. A veces no alcanza con un par de madres y la cuidadora contratada para que se comporten. Lo mismo sucede si se organizan tres o cuatro madres para llevarlos a todos en sus autos, ya que esos adultos no les resultan a los chicos referentes ni autoridad.
También hay menos invitaciones a las casas en general, no solo de chicos sino también de adultos: ambos padres trabajamos fuera de casa y llegamos cansados al fin de semana o quisiéramos tener la casa impecable y una comida de chef para invitar, o no queremos que nuestra casa se ensucie. O preferimos no invitar chicos porque no nos animamos a hacer señalamientos a los hijos ajenos.
De la suma de estas cosas resulta que los chicos adquieren poca práctica para “vivir en sociedad”.
La realidad es que a cuidar los autos, los micros, las casas, los baños, las plazas, los clubes y otros lugares públicos, y a respetar a otros adultos se aprende con la práctica, incluso cometiendo errores, con ayuda de adultos que señalan esos errores y ayudan a repararlos, o que con su presencia y sus pautas evitan comportamientos inadecuados.
Es sencillo si empiezan desde chiquitos. ¿Volcaste el agua?: pedí disculpas y andá a buscar un trapo para secar. ¿Te paraste en un sillón?: bajáte y sacudí el almohadón. No se juega adentro con la pelota de fútbol, no corras en el restaurante que molestás a otra gente.
Es ardua –y necesaria– la tarea adulta de ser modelo y de enseñar estas reglas de convivencia social. Y así van descubriendo las consecuencias de sus conductas tanto en casa como afuera.
Un factor de enorme peso en este tema es que, por influencia de la sociedad y los modos permisivos de educar, nos hemos desacostumbrado a poner límites o retar a niños ajenos para no tener problemas con sus padres.
No estamos educando a los chicos en “equipo” con la comunidad (tíos, abuelos, amigos, colegio, club, etc.), lo que nos deja sin recursos cuando los chicos hacen macanas pequeñas como decir malas palabras en nuestra presencia, o algo más serias como negarse a ponerse el cinturón de seguridad en nuestro auto. Esto, que en el uno a uno de un invitado en casa nos incomoda, se agrava cuando están en grupo y se suma el efecto “manada”, es decir la forma en que se influyen y contagian unos a otros.
Solo en las interacciones con otros pueden aprender que la libertad de uno termina donde empieza la del otro, y que se cuida la casa propia y también la ajena. Y no podemos esperar a que lo aprendan en el colegio. En cambio ¡cuántas veces los chicos no respetan a sus docentes, los útiles o a sus compañeros porque no aprendieron a hacerlo de la mano de sus padres!
Psicóloga especializada en crianza