lunes, 27 enero, 2025
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Ezequiel Martínez: Me encantaba cómo mi viejo contaba las historias

Íbamos a encontrarnos en Clásica y Moderna, el icónico bar de la avenida Callao, sin sospechar que las primeras semanas del año estaba cerrado. Quizá la inercia del ritmo y del bullicio de la ciudad nos hizo pensar que ya nada se detiene. Bien lejos están aquellas postales de una Buenos Aires casi desierta, que invitaba a caminarla en pausa con la sensación de un lugar que solo pertenecía a los que no huían del verano.

Refugiados del calor agobiante y del cemento que arrasa con las sombras de los árboles que ya no están, la oficina de la nueva librería de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (Av. Las Heras 2597) es testigo de la charla con Ezequiel Martínez, director general de la Fundación El Libro e hijo deTomás Eloy Martínez«> Tomás Eloy Martínez, el autor y periodista fallecido el 31 de enero de 2010.

En la mesa, Ezequiel apoya el celular y el libro La clase de griego de la autora surcoreana Han Kang, la última ganadora del premio Nobel. “Hice todos los intentos posibles para traerla a la feria”, confiesa con cierta decepción en su voz. “Le hablé de Borges, a quien ama… Ella ya estuvo aquí (participó de la Feria del Libro en 2013 donde presentó La vegetariana), era un buen momento para que volviera. En La clase de griego –agrega–, la primera línea dice: ‘Borges le pidió a María Kodama que grabara en su lápida la frase: Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos’”.

Fue Ezequiel el que propuso ambos lugares para el encuentro. Lugares que remiten a un fragmento de su vida. La librería alude rápidamente a su paso como director general de Cultura de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, bajo el mandato del escritor Alberto Manguel.

El director general de la Fundación El Libro, Ezequiel Martínez e hijo del recordado Tomás Eloy MartínezVera Rosemberg

–¿Por qué pensaste en Clásica y Moderna? ¿Qué recuerdo aparece?

–La última vez que fuimos a una librería juntos con mi viejo fue a la de Clásica… Seis meses antes de que él muriera. Todavía podía caminar y andar. “Vamos a tomar un café”, me dijo. Se compró un libro. Me acuerdo cuál fue… (hace una pausa) 2666, la novela de Roberto Bolaño. Nos sentamos y en eso apareció de la nada Natu (Poblet, la heredera y símbolo de la librería). Eran las cuatro, cinco de la tarde. Fue mágico, porque él fue a despedirse del lugar y de Natu. En los últimos meses, solía hacer en las tardecitas vermouth con papas fritas. Invitaba a su casa a la gente de la que se quería despedir. En esos meses desfiló un montón de personas por su casa. Todo el mundo sabía que quizá esa era la última vez. Él decía “nos vemos”, pero en realidad era su despedida. Martín Caparrós lo cuenta en Antes que nada (Random House).

Rodeado de libros, así creció Ezequiel. La imponente biblioteca de su padre, el periodista y autor de Santa Evita, lo seducía, lo tentaba a tomar por azar esos lomos colocados en un orden preciso. “Yo leí muy desordenadamente, muy eclécticamente”, dice.

Tenía 13, 14 años cuando Tomás Eloy se exilió. “En el 75 se fue amenazado por la Triple A, antes del golpe, después no pudo volver. Así fue mi adolescencia. Me acuerdo mucho de la biblioteca, de los libros, de estar rodeado de ellos –cuenta con un cariño que se hace notorio en la cadencia de su decir –. Cuando mi papá y mi mamá (Lilian von Ziegler) se separaron hubo que ayudar en la mudanza. Bueno, en las mudanzas de mi padre siempre había que empaquetar los libros con hilos… hacíamos torres y le colocábamos un numerito arriba. Eso me quedó grabado, las cajas, los números, la torre. El número que le ponía era el orden con el que después tenía que volver a ponerse en la biblioteca”.

Busca una foto en el celular. Pasa rápido otras tantas y se detiene en la que se lo ve a él con cajas a su alrededor, estantes vacíos y libros que guarda en la “última caja”, como él la llama. “Hablé con mis hermanos y decidimos donar a la Biblioteca Nacional los libros, los archivos de mi viejo, donamos todo”.

–¿Donaron el material que se encontraba en la Fundación Tomás Eloy Martínez?

–Con la fundacación pasó mucha gente por ahí (tuvo el respaldo inmediato de amigos y colegas como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Paul Auster). Era un lugar hermoso (en el primer piso de la Biblioteca Miguel Cané), pero tuvimos que dejar ese lugar (en la actualidad funciona el Espacio Borges. El autor de El Aleph trabajó en la biblioteca entre 1937 y 1946). Así que nos mudamos a avenida Córdoba 1556, vino la pandemia, no se pudo hacer nada y en un momento nos comentaron que teníamos que dejar ese espacio. Se había convertido en un depósito. Sé que en la Biblioteca Nacional todo va a estar bien cuidado, con acceso a sus escritos, archivos, libros, como quería mi viejo. Conozco cómo trabajan. Es un buen destino. Mi papá quería que esto no se disolviera. Es un poco cumplir con lo que él quería.

Durante el proceso de curaduría y embalaje en los últimos meses del año pasado, Ezequiel estuvo atento a todo el trabajo. “Al encargado de colecciones le dije: ‘dejame la última caja que la quiero embalar yo’”.

–¿Qué tenía esa caja?

–Los libros que estaban en el mueblecito, al lado de su escritorio. Los libros con los que trabajaba… estaba su novela inconclusa Olimpo (en la página de la Fundación se puede leer un fragmento). Y ahí estaban los libros que consultaba.

Mitología griega, textos sobre el Holocausto, los campos de concentración, la Esma, el Olimpo. Mucha información de la época de la dictadura militar.

Los mayores recuerdos que tiene Ezequiel junto a su padre son en la vida adulta

–¿Te quedaste con algún libro antes de cerrar la caja?

–La tentación estuvo, pero no, no me quedé con ninguno, solo con los que ya tenía. Hay un montón de libros que me hubiera gustado llevarme, pero sé que van a estar cuidados y los voy a poder consultar cuando quiera. Cuando los guardaban, imaginá que son entre 12 mil y 15 mil, no paraban de decir “mirá lo que tiene”. Lo mismo pasó con sus archivos, con la parte periodística. Ya tenía una buena curaduría hecha en la Fundación. Todo estaba muy cuidado, con un gran trabajo de observación y catalogación.

Fue en ese “depósito” de la avenida Córdoba, sentado frente al escritorio de su padre que el periodista, gestor cultural y editor argentino recibió la noticia de su elección como director general de la Fundación El Libro. “En el escritorio estaba el retrato que había hecho Hermenegildo Sabat de mi viejo cuando él murió y que tiempo después me lo regaló y lo enmarqué –describe el momento–. Ahí estaba. Lo miré emocionado y le agradecí. No sé. Yo hablo con él, con sus libros. Cuando agarro un libro de su biblioteca aparecen recuerdos, historias con él, sus lecturas. Cuando venía a casa reconocía rápido cuáles eran los libros que eran suyos y que yo me había llevado. ‘Este es mío’, decía y yo le respondía como si fuera una confesión ‘sí, es tuyo’. Pero no pedía que se lo devolviera. Me los dejaba”.

–¿Cuál fue el primero que le “robaste”?

–Seguramente fue uno de Cortázar, alguno con sus cuentos. Cortázar fue mi primer gran impacto con la literatura. Siempre fui muy lector. A mis hijas les leía siempre. Tenían montones de libros. Ahora que estoy digitalizando muchos casetes, grabaciones caseras, vi en estos días una donde estaba una de mis hijas, chiquitita, tirada sola y yo le digo: “libros”. Ella no sabía leer, pero se sentaba y contaba el cuento. Se acuerdan mucho de los cuentos que les leía, de los títulos. Son cosas que quedan en la memoria.

–¿Tu viejo te leía cuentos?

–No, él nos sugería, a mí y a mis hermanos. A mi papá cuando era chico le gustaba mucho Julio Verne, y nos decía siempre que lo leyéramos. A mí en ese momento no me gustaba, pero él intentaba. Uno trata de transmitir los gustos, ¿no? Me acuerdo cuál fue el primer libro que leí solo, estaba re orgulloso porque para mí era un libro gordo, Dailan Kifki, de María Elena Walsh.

Ezequiel Martínez, periodista, gestor cultural y editor Vera Rosemberg

En sus manos tuvo la primera edición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, un ejemplar que prestó y perdió. Consiguió otro, con el plus de que el propio Gabo, de puño y letra lo firmó: “Con un abrazo de su tío Gabriel”.

–Son varias las anécdotas que hacen que la historia de la publicación de Cien años de soledad tenga valor por sí misma. Una de ellas es la que dice que las páginas perdidas del original de la novela, las que deslumbraron a Paco Porrúa, podrían reconocerse por las pisadas que dio tu padre sobre las carillas.

–Paco lo llamó a mi papá para que fuera a leer el manuscrito. Era un día de lluvia, las páginas estaban tiradas por el suelo y mi padre pisó con sus zapatos mojados algunas. Las suelas de los zapatos marcaron el manuscrito, el que más tarde mi papá bautizaría –en la primera reseña de la obra– como “la gran novela de América”. Sin duda, se trató de una apuesta inédita para la época. La tapa de Primera Plana (publicada el 20 de junio de 1967) consagraba a un autor que muy poca gente conocía.

Con el tiempo, la relación con el escritor colombiano se convirtió en una amistad que se mantuvo y que se contagió entre los hijos de ambos. Rodrigo García Barcha, cineasta e hijo mayor de Gabo dirigió la miniserie Santa Evita que protagonizó Natalia Oreiro. Cuando la obra de Tomás llegó a las librerías contó con el apoyo de su incondicional amigo: “Aquí está, por fin, la novela que yo quería leer”, decía la faja que llevaba la firma del Premio Nobel de Literatura.

–Imagino las historias compartidas…

–Sí, mi papá siempre contaba (comienza a reírse) la vez que le hice pis encima a Gabo.

Ezequiel Martínez en el lanzamiento de la feria del libro 2024 bElloMO

–Un momento clave para dejar inmortalizado en tus memorias.

–Cuando estuvo en Buenos Aires (fueron 12 días en agosto de 1967) pasó por el departamento dónde vivíamos, me acuerdo la dirección exacta: Rodríguez Peña 556, no me olvido más. Era muy chico, estaba sentado en la falda… y bueno, pasó. A mí me encantaba cómo contaba mi viejo estas historias.

–Gabo no volvió a Buenos Aires, pero sí lo entrevistaste en otras oportunidades.

–Lo invitaron muchas veces y no quiso volver porque era muy supersticioso decía: “porque ahí donde empezó todo ahí podía terminar, entonces mejor no volver”. Para conseguir la primera entrevista me ayudó mi papá. Seguí sus indicaciones. Mandé un fax, después lo llamé por teléfono. Me dio la entrevista porque era hijo de mi viejo, quizá de otra forma no la conseguía. Fue muy generoso aquella vez en Cartagena de Indias. Me recibió tres días completos. Mi relación con él fue de rebote, siempre hubo un gran cariño. Tuve la oportunidad de verlo otras veces, cinco o seis, algunas con mi papá, otras yo solo.

”Somos como primos lejanos”, le dijiste a Rodrigo García Barcha en una entrevista por la edición del libro Gabo y Mercedes: una despedida.

–Algo de eso hay, compartimos muchos recuerdos, muchos años. Me invitó al rodaje de Santa Evita que se hizo acá en Buenos Aires y que codirigió junto a Alejandro Maci para ver de cerca el trabajo sobre la novela de papá.

–¿Viste la adaptación de Cien años de soledad que estrenó Netflix? ¿Qué te pareció?

–Me invitaron en su momento a la première que se hizo en la Biblioteca Nacional, yo fui con mucho prejuicio pero la verdad es que me sorprendió muchísimo, ya vi los ocho primeros capítulos. Una producción impresionante, creo que fue un acierto que haya sido filmada en Colombia, con actores colombianos. No defraudó. Leí la novela a los 20, algo así, después la leí muy en diagonal, pero el recuerdo que siempre tuve es que iba a ser imposible trasladarla al lenguaje cinematográfico. Tiene muchos aciertos, no solo en cuanto a la producción, a la escenografía, al vestuario, a la fotografía, a la actuación, sino también en esa voz narradora que hay detrás. Uno hasta escucha a García Márquez. En este sentido creo que nos tapó la boca a todos, porque realmente es una gran adaptación, una gran miniserie, igual sostengo que no es lo mismo que leer un libro y lo que te produce a vos como lector. Invitaría a todos los que se entusiasmaron viendo la miniserie a que se zambullan en la novela y en la prosa maravillosa de García Márquez.

Varios fueron los encuentros que compartió con Gabriel García Márquez

“Muchas veces me quedé pensando en qué me parezco a él, hasta que descubrí que una de las cosas más llamativas que heredé no pasaba por ciertos rasgos físicos, el color de sus ojos o la vocación por el periodismo. Aunque siempre tuve la evidencia delante de mí, hasta hace poco no había advertido que además mi padre y yo tenemos exactamente la misma letra –escribió Ezequiel en un texto que publicó en la Fundación Tomás Eloy Martínez–. La revelación me sorprendió revisando unos viejos documentos y desgrabaciones en los que yo lo había ayudado con sus trabajos de investigación. De repente no supe descifrar si algunas notas al margen eran suyas o mías. No soy grafólogo, pero al comparar nuestras letras de tamaño minúsculo, encontré las mismas vocales alternadas entre su formato manuscrito o de imprenta (según el lugar donde cayeran dentro de la palabra), las m y las n achatadas, las consonantes incompletas, las mayúsculas de silueta infantil… Mi letra y su letra comparten un gen que hasta involucra una idéntica fascinación fetichista por la tinta negra”.

–En ese mismo texto hay una advertencia…

–Sí, él me comentó que, si encontraba un libro con una dedicatoria suya en otro color, era falsa. “Siempre tinta negra”.

–”Nos pasamos la vida buscando aquello que ya hemos encontrado” es una frase que aparece de manera intermitente en algunos textos de tu padre según analizaste, pero que “en sus diferentes variantes asoma con una curiosa insistencia”.

–Umm… creo que tiene que ver, es lo que interpreto… él tuvo su faceta como periodista y escritor y su peso como periodista fue tan fuerte que opacó, quizá, su carrera de escritor, por más que le haya ido muy bien. Él sentía que no era tan reconocido como escritor de ficción como sí lo era como periodista.

Tomás Eloy Martínez, el escritor y periodista argentino falleció el 31 de enero de 2010Fundación Tomás Eloy Martínez

–¿Lo hablaron alguna vez?

–No, nunca lo hablamos en realidad, pero esa frase aparece, sobre todo, en sus textos periodísticos.

–Y a vos, ¿te pasó de buscar ese algo…?

–A veces no me doy cuenta dónde estoy, qué lugares ocupo. Yo fui a cada Feria del Libro de Buenos Aires y nunca me imaginé ocupar hoy este lugar en la feria… Fui como visitante, como lector, como periodista, como participante de actividades, pero nunca se me cruzó ser director general de la Fundación. La vida me fue llevando sin querer quizás, porque yo tampoco es que lo busqué.

–Pero hubo un momento en que se da esta bisagra entre el periodismo y la gestión cultural.

–Sí, a partir de la Biblioteca Nacional. Estuve muchos años trabajando en Clarín. Pero antes trabajé en el Teatro San Martín.

–¿Con Kive Staiff?

–Sí, diez años, en la oficina de prensa. Fue mi maestro (“involuntario también desde lo ético”, recordó en una columna que firmó en 2018 al día siguiente de la muerte del periodista, crítico, productor y gestor cultural). Gracias a Kive fui periodista mucho antes de dedicarme al periodismo.

–En 2016 asumiste el cargo de Director General de Cultura de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

–Me lo propuso Alberto Manguel y era el momento de hacer el cambio. Fue como tirarse a la pileta, dejar el periodismo y aceptar un “puesto de funcionario” si querés llamarlo así. Cambió el gobierno y en 2020 me dijeron “muchas gracias y hasta luego”. En su momento me llamó mucho la atención que me llamara Manguel. No es que lo conociera demasiado, lo convoqué como escritor para que fuera parte del jurado de los premios Clarín, le hice algunas entrevistas. Fue así que me tiré a la pileta y entré directamente a la gestión cultural. Fue una gran experiencia. Hay que trabajar en una institución como la Biblioteca Nacional, una institución del Estado. Después de la Biblioteca dije: “me tomo un par de meses y vuelvo”, pero apareció la pandemia y por primera vez en mi vida no tuve trabajo. No sabía cómo ser y vivir como freelance, porque nunca lo había sido. Hice cosas, pero siempre tuve mi sueldo, una entrada fija y de golpe aprendí a ser freelance… hasta que se dio la convocatoria para la Fundación del Libro.

Ezequiel Martínez, Carlos Franz, Martín Caparrós y Rodrigo FresánGentileza Casa América

–Un desafío enorme.

–Mucho más de lo que me imaginé. Es un monstruo. No solo se trata de la Feria de Buenos Aires que es gigante, que se conoce en el mundo, lo que mueve. También están las Jornadas Profesionales del Libro, la Feria Internacional del Libro de Rosario y la Feria del Libro Infantil y Juvenil y las otras cosas que lleva adelante la Fundación.

–El último año la feria y buena parte del quehacer cultural estuvieron en el ojo de la tormenta.

–Cuando cambió el gobierno hubo como una embestida cultural. Cerrar el Fondo Nacional de las Artes, cerrar el Incaa, cerrar esto… Sacar la Ley de Defensa de la Actividad Librera… Había muchas cosas improvisadas, porque no las habían estudiado realmente. Con el correr de los meses se buscó la manera de dar a entender que hay cosas que no hay que cambiar, como la Ley de Defensa de las Librerías, por ejemplo. Y para la feria, claramente fue un año complicado. Mediáticamente me chupó mucha energía, porque aparte de llevar la feria adelante, de estar ahí trabajando todos los días, era constante el requerimiento de la prensa. Soy una persona que somatiza, que aguanta. Dos días después del cierre de la feria terminé internado. El médico me dijo que me voy a curar cuando no trabaje más (bromea). Soy una persona que le pone todo al trabajo, no lo tomo a la ligera, no puedo hacer la plancha. No me sale.

–¿Qué podés contar de la próxima edición de la Feria del Libro?

–Desde diciembre pasado, Christian Rainone está al frente de la Fundación (reemplazó en la presidencia al escritor y coleccionista Alejandro Vaccaro). Este año vamos a estar enfocados en los festejos del 50° aniversario de la feria y, de la 50ª edición, que será el 2026. Estamos trabajando intensamente para celebrar. Uno se propone y sueña con contar con muchos invitados, actividades, lamentablemente no todo sale como uno quisiera y eso da un poquito de bronca. Este año la ciudad invitada es la capital de Arabia Saudita, Riad. Desde hace un tiempo el mundo árabe está en un proceso de apertura hacia el mundo occidental y resulta interesante conocer su cultura.

«Cuando era joven, muchos me veían como un nerd porque me la pasaba leyendo», reconoce Ezequiel MartínezHernán Zenteno

–Se especula mucho sobre el futuro del libro. ¿Sobrevivirá?

– El libro va a sobrevivir. Quiero creer que va a ser así. Fue un año duro para la industria editorial por el contexto económico. Las ventas en las librerías bajaron. En la feria pasada también, pero hay toda una nueva generación que adora los libros… En la feria se lleva adelante la movida juvenil (la edición pasada celebró sus primeros diez años con Cris Alemany a la cabeza) que tiene una gran convocatoria, es un gran motor, una comunidad hermosa.

–¿Te hubiera gustado ser parte de una?

–Cuando era joven, muchos me veían como un nerd porque me la pasaba leyendo. A la mayoría de los chicos les gustaba el deporte, la música… bueno yo había heredado una biblioteca. Yo pensaba que era un bicho raro, que no había otros chicos como yo. Y ahora con las redes sociales los chicos descubrieron que hay otros como ellos que también se encierran a leer y tienen con quién comentar las historias… Me hubiera encantado. Cuando mi viejo se fue al exilio, nosotros en casa le cuidamos la biblioteca. Estaban todos esos libros y yo me tiré ahí, leí sin criterio, desordenadamente, era mi refugio.

–¿Cómo fue la relación con tu padre durante los años del exilio?

–Nos llamaba por teléfono todas las veces que podía (se instaló en Venezuela con sus dos hijos mayores, Tomás y Gonzalo, que en ese entonces eran adolescentes). El teléfono estaba intervenido, pero hablábamos igual. Escribíamos cartas, a mí me gustaba mucho escribir cartas. Eso sí, llegaban siempre abiertas. En vacaciones íbamos a Venezuela. Ahí nos veíamos.

–¿El tiempo con tu papá lo recuperaste en la adultez?

–Sí. Compartimos muy lindos momentos. Mis mayores recuerdos, los de nuestra relación, son en la vida adulta. Cuando vivió en los Estados Unidos, él tenía la rutina de hacer la ronda de llamadas todos los domingos a todos sus hijos. Cada vez que hablábamos me pedía… “contame chismes”. En ese entonces yo ya trabajaba como periodista y decía “contame chismes de la redacción”. Me preguntaba todo: “¿es verdad eso que dicen?”, “¿te enteraste de tal cosa…?”. Era algo que le divertía mucho. Nos divertíamos mucho.

–Tengo entendido que la escritura de Santa Evita los acercó mucho. En el libro se puede leer: “A mi hijo Ezequiel, que me enseñó como nadie a investigar en archivos militares y periodísticos”.

–Sí, me llamaba casi todos los días desde Nueva Jersey, donde vivía, pidiéndome que le chequeara algún dato, que fuera a algún sitio, a una hemeroteca, que ubicara a tal o cual persona… Lo ayudé en la investigación, a gestionar entrevistas a desgrabar algunas, pero era él el que me indicaba todo: “buscame esto, buscame lo otro”. Yo estaba acá, en la Argentina, tenía acceso a los archivos, a los de Clarín donde trabajaba, iba al archivo también del diario LA NACION Era muy preciso en sus pedidos, chequeaba los datos, la información que tenía. Al final de su vida lo ayudé cuando tenía que entregar sus columnas, justamente a LA NACION. Él confió en mi yo periodista.

“Llevaba escritas unas 80 páginas cuando la enfermedad me derribó. En el hospital vi las cosas de otra manera. (…) Descarté entonces la narración que ya había empezado y me puse a escribir esta novela, llena de lo que no existe”. Fue durante la escritura de Purgatorio (2008, Alfaguara) que Tomás Eloy Martínez descubrió la existencia de un cáncer y, como su personaje, fue operado y volvió a trabajar en la novela cuyo narrador es un escritor que vive en Highland Park, Nueva Jersey y que sufrió el exilio en los tiempos de la dictadura militar.

–Leí que fue durante un viaje a Boston, en el que acompañaste a tu papá a un tratamiento, que te confío la corrección de Purgatorio.

–Sí, me propuso corregirla juntos. Empecé a leerla, pero no me animaba a decirle nada. ¡Qué le iba a decir! Hasta que me preguntó…

–Y te animaste…

–(risas) No fue fácil. Así que le dije: “hay una cosa que no me cierra. ¿Por qué Emilia se mete en el baño del restaurante para refrescarse la cara? ¿Y si después, cuando sale, Simón ya no está? Si yo reencuentro a una persona que desapareció hace treinta años, no me muevo del lugar para no perderla de vista”. Me miró y me preguntó: “¿Y por qué Emilia va al baño?” (vuelve a reír) “¡No sé, vos la metiste ahí!”, le contesté. “¡Ves, eso es lo que necesito! ¡Que me subrayes los desvíos de mi imaginación!”.

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